Cuando era pequeña y llegaba el verano, dormir la siesta era una perdida de tiempo, un parón en tu vida, unas horas insufribles que nadie te devolvía.
Algunos veranos íbamos a casa de mis abuelos, en Nueva Carteya, Córdoba. Cuando llegaban esas horas que había que echarse en un camastro o estar en la casa lo más callados posibles, para que los mayores descansaran, solíamos, junto con mis primos, subir a las habitaciónes de mi abuela y de mi tía.
Una vez alli, íbamos de un sitio para otro revolviendo cajones, abriendo baúles o mirando en la camarilla que había al subir la escalera, donde mi abuela, que era costurera, guardaba canastas con retales.
Recuerdo bien las escaleras sin barandillas, en el primer tramo, pintadas en granate oscuro, igual que el suelo, y aquellos rayos de luz, que se colaban por rendijas de las pequeñas ventanas cerradas.
Con el tiempo me inventé un juego, oír y adivinar quién o qué pasaba por la calle. Me gustaba ver como se movían las sombras en el techo, que procedían de eso reflejos de la ventanas, y cómo cambiaban de color. Una mujer que iba a casa de su madre, un niño que pasaba jugando con su pelota o el abuelo que, apoyado en su bastón, hacía pequeñas paradas para descansar. Solo eran minutos que te entretenían para pasar esas horas.
Hoy necesitaba dormir la siesta. Los turnos de trabajo se me acumulan y no me da tiempo a descansar. Sin darme cuenta, me he ido sumergiendo en ese dulce sueño, que me ha llevado casi dos horas. Al despertame, he mirado el techo de mi habitación y, una vez más, como cuando era pequeña, he jugado a ese mismo juego de las sombras, en una tarde de siesta de verano. El paso de un coche de color rojo, una vecina que saca a su perro, unos gorriones jugueteando en mi ventana...
Lo cierto era que sí, que era un aburrimiento tener que irte a la cama después de comer, o estar lo más calladito posible. Por eso nos daba tanta alegría en cuanto los mayores se levantaban y nosotros, ya a media tarde, salíamos en desvandada hacia la calle, como pajarillos a los que les han abierto la jaula.
ResponderEliminarUn beso, hermana.
Mari Carmen Polo
Qué lindo que compartieras con nosotros esas añoranzas!...casi hemos podido también sentir aquella quietud forzada de la siesta!
ResponderEliminar=)
Un abrazo!
Fenomenal el texto.....y su tema. Me ha hecho recordar....y me he identificado. Un beso
ResponderEliminarSolo la imaginación de los niños pueden hacer de simples palillos un ejército invencible, de cajitas de fósforos: autos de carreras; de las sombras de una vela: un arlequín o un universo paralelo.
ResponderEliminarQuien al pasar de los años puede seguir viendo lo que veía cuando infante, es porque en un rincón de su alma aún se conserva la divina inocencia de la niñez.
Bendito es aquel que no pierde esa capacidad, porque no imagina el que quiere, solo el que puede.
¡Saludos!
Soy "siestero", lo reconozco; es una magnífica costumbre, que habría que exportar a Europa, sin discusión. Es más: los escasos días que no duermo siesta, me cuesta más coger el sueño por la noche...
ResponderEliminarPero es verdad que tal costumbre la he desarrollado de "mayor", no de niño, claro.
Así que una bonita entrada sobre una de las mejores aficiones españolas. ¡Y a mucha honra!.