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A veces la niebla cubría toda la plazuela, la vieja olma, los bancos desvencijados, la fuente y el camino que llevaba a la ermita, y se acurrucaba sobre la paja seca y la hierba que permanecían amontonados junto a los muros derribados, en espera de ser puestos a resguardo de las tormentas que sacudían el pueblo y sus alrededores, una tarde sí y otra también.
El agua de la pileta, que antaño había servido para abrevar a las bestias y saciar a los hombres, hoy sólo servía para que los pajarillos refrescaran sus plumas y algún perro sarnoso calmara su sed. Unas hojas se movían en su superficie, tristes barquitas ajadas, sin velas ni timón, que no llegarían a puerto alguno, y nubes de algodón se miraban en aquel espejo de agua, con cierta coquetería, antes de seguir su camino hacia las cumbres peladas de los montes del mediodía.
El pueblo, que un día fuera ruidoso y casi siempre anduviera alborotado, había ido quedando silencioso y desierto con el paso de los años. Labradores curtidos, ancianos, pocos, aún se afanaban por taponar las heridas sangrantes de una villa que tiempo atrás estuviera preñada de risas, de fiestas, de campanas al vuelo, de historias, de anhelos... Vano intento, porque en las cocinas de las viejas casonas apenas si ardía ya algún leño, y en los corrales no balaban las ovejas ni los gallos cantaban al amanecer afanosos y contentos.
Poco a poco, el pueblo, aletargado, olvidado, silencioso, se iba muriendo bajo la niebla, los vientos, el frío y las crudas nevadas del invierno...
Mari Carmen
MUY INTERESANTE RELATO.
ResponderEliminarEs cierto lo que cuentas en tu blog.He llegado a conocer pueblos de Soria abandonados, derruidos y percibir el silencio deprime al caminante.
ResponderEliminarSaludos!!!
Saludos a ambos, Reltih, Manrique. Un placer recibir vuestra visita.
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